Jonathan Sergio Medina
En México, el juicio de amparo ha sido, durante décadas, uno de los pocos escudos reales que tienen los ciudadanos frente al poder del Estado. Es la herramienta que permite que un juez detenga un abuso de autoridad, que frene una injusticia y que garantice que nuestros derechos no dependan de la voluntad de ningún gobierno.
Por eso, lo que está pasando hoy con la reforma impulsada por Morena no es un tema técnico menor. Es un golpe silencioso que, si no se entiende bien, puede dejar a millones de personas más indefensas de lo que imaginan.
La reforma a la Ley de Amparo incluye un artículo transitorio que, según Morena, “evita la retroactividad”. Pero en la práctica, sí la mantiene: permite aplicar las nuevas reglas a procesos legales que ya están en curso.
Es como si empezaras un partido de fútbol con unas reglas claras —11 contra 11, dos tiempos de 45 minutos— y, cuando vas ganando, alguien entra al campo y dice: “a partir de ahora ya no hay porteros”. Técnicamente el partido sigue, pero ya no estás jugando en igualdad de condiciones.
Morena defiende la reforma diciendo que solo se trata de “cambios procesales”, como si fuera algo inocuo. Pero la Ley de Amparo no es un trámite más: es la vía directa para defender derechos humanos. Cambiar las reglas de ese proceso, a mitad de un juicio, sí afecta derechos adquiridos, aunque lo disfracen de otra cosa.
Para entenderlo mejor, imaginemos a Juan, un pequeño comerciante. El SAT le impone una multa de medio millón de pesos por un error que no cometió. Juan presenta un amparo y un juez le concede la suspensión: mientras dure el juicio, el SAT no puede cobrarle. Juan puede seguir trabajando, defenderse y esperar justicia.
Pero meses después, cambian la ley. Y el famoso transitorio permite que la nueva norma también se aplique al caso de Juan, aunque su juicio empezó con las reglas anteriores. Con las nuevas reglas, esa suspensión ya no es válida, o se vuelve mucho más limitada. De pronto, el SAT puede empezar a cobrarle, congelarle cuentas o embargarle bienes.
Juan no cambió nada. No hizo nada mal. Simplemente el gobierno cambió las reglas a mitad del juego, y el escudo que lo protegía desapareció.
Muchos políticos oficialistas quieren reducir esta discusión a un detalle legal, como si no afectara a la gente común. Pero el fondo es otro: significa que el gobierno puede alterar tu defensa después de que ya la iniciaste; significa que tu seguridad jurídica depende del humor del Congreso; significa que la palabra “derechos adquiridos” empieza a vaciarse de contenido.
Si un Estado puede cambiar las reglas retroactivamente sin consecuencias, entonces el amparo deja de ser un escudo y se vuelve un espejismo.
No hacen falta golpes militares ni cierres de Congreso para debilitar un sistema democrático. A veces basta con mover una línea en un transitorio para que una conquista histórica se derrumbe poco a poco.
Hoy es la Ley de Amparo. Mañana podría ser cualquier otra garantía. Y cuando nos demos cuenta, el ciudadano común estará solo frente al poder.
Por eso hay que decirlo con todas sus letras: cambiar las reglas a mitad del juego sí es retroactividad. Disfrazarlo de tecnicismo es un insulto a la inteligencia jurídica. Y permitirlo sin cuestionar es abrir la puerta a más abusos.
No hay que ser abogado para entenderlo. El amparo es la línea que separa al ciudadano del abuso del poder. Defenderlo no es un capricho opositor, es una causa ciudadana.
Porque si un día te toca a ti —como a Juan— y descubres que tu derecho desapareció solo porque alguien en el Congreso cambió un reglamento, entonces ya será demasiado tarde para lamentarlo.