La magia de la solidaridad

 
De suyo difícil, la vida cotidiana de millones de mexicanos se vio oscurecida por dos violentos sismos (y miles de réplicas), ocurridos con un intervalo de apenas diez días: el jueves 7 y el martes 19 de septiembre, fecha esta última de triste recuerdo, desde 1985.
Ambos sismos fueron identificados como terremotos de 8.2 y 7.1 grados en la escala de Richter, respectivamente, tanto por la pérdida de vidas humanas como por la magnitud de los daños materiales causados.

El primero hizo estragos en los estados de Oaxaca, Chiapas y Veracruz, con daños menores en otras entidades. El segundo tuvo su epicentro en el estado de Puebla, pero la repercusión en la zona metropolitana del Valle de México alcanzó gravedad extrema. Al momento del cierre de esta edición se habían perdido casi 350 vidas en la Ciudad de México y los estados de Morelos, Puebla, México y Oaxaca. Además, se habían reportado daños en por lo menos 500 viviendas, edificios multifamiliares, escuelas y centros hospitalarios. y las siniestras estadísticas de víctimas mortales y heridos iban en aumento por horas.  

Pero en medio de la oscuridad surgió, una vez más, la llama mágica de la solidaridad social. Miles de mexicanos, particularmente jóvenes, se desplazaron por la gran capital para llevar su esfuerzo personal a las tareas de rescate o apoyo material en medicamentos, agua, víveres, ropa y abrigo para quienes han tenido que dormir a la intemperie.
No es cosa de culpar a nadie por la intensidad de los sismos. Pero sí es de llamar la atención la falta de previsión en recursos técnicos y aun humanos.
El terremoto de septiembre de 1985 causó más pérdidas materiales y humanas en la Ciudad de México y zonas aledañas que el ocurrido 32 años después; sin embargo, esta vez la lentitud del apoyo urgente a los damnificados contrastó con la intensa movilización de ciudadanos comunes.  
La edición internacional del diario español El País, cabeceó con tino su primera plana del 20 de septiembre: “Terremoto en México. La solidaridad que mueve escombros y rescata niños”.
“Una multitud de mexicanos se echa a las calles para ayudar con herramientas, comida o medicinas o su propia vivienda a los afectados”.
La crónica del reportero Jacobo García definió con elocuencia:
“Hay algo que une al mexicano más que sus alegrías; sus desgracias. Es ahí donde se une, organiza y responde como un titán bien entrenado. Nada más terminar de temblar la tierra, una legión de voluntarios y espontáneos tomaron las calles para ayudar. Con picos, palas, sierras, guantes, cascos, agua…Lo que fuera”.

En suma, el poder público fue rebasado por el poder ciudadano… Una vez más.
El primer terremoto
Diez días antes de que otro poderoso sismo cimbrara al centro del país, el jueves 7 de septiembre de 2017, un terremoto de 8.2 grados en la escala de Richter se hizo sentir en varios estados de la república a partir de las 11:49 de la noche.

La pérdida de vidas humanas, la destrucción causada en miles de comunidades de los estados de Oaxaca y Chiapas (que están entre los más pobres del país), y la justa indignación entre cientos de miles de damnificados por la lenta y desesperante reacción de autoridades de todo nivel (más allá de sus estúpidas frivolidades), colocó a la cúspide gubernamental, de golpe, ante la existencia de otro México.Un México distante de los aires de grandeza de quienes sueñan con colocar a las élites nacionales en el primer mundo, aunque tras de sí abandonen y encierren a millones en el vagón de la miseria y el hambre.
Un México con millones de habitantes que sobrevive entre paredes de barro y techos de palma, lejos de grandes autopistas y espectaculares puertos necesarios para el progreso, regocijo de acaudalados industriales y comerciantes exportadores que no desean ver, que no quieren advertir la miseria que tienen a sus espaldas.
Un México presente en cada teja, en cada tabique de adobe, en cada lámina de zinc, en cada carpa levantada con plásticos y manteles, vivienda provisional de quienes perdieron familiares y patrimonio durante el sismo.

Un México que seguramente trae en las entrañas doña Carmelina Ramírez Zárate, triste ante las ruinas de lo que fue su modesta vivienda en San Lucas Ixcotepec, comunidad situada en las alturas de la sierra chontal oaxaqueña. Cuando escribo estas líneas, me cuenta mi amiga Julia, hija de doña Carmelina, que han transcurrido casi dos semanas del terremoto y a San Lucas Ixcotepec no ha llegado ayuda, solamente promesas. Y la gente está enojada.
Datos todavía preliminares de Oaxaca y Chiapas: en Oaxaca se cuentan por lo menos 31 mil 519 casas afectadas; en Chiapas hay más de 17 mil que se consideran pérdida completa de un total de casi 55 mil casas afectadas. y más de un centenar de víctimas mortales, incluidas las de Veracruz, donde el terremoto también hizo de las suyas. Falta mucho para que concluya el amargo  recuento en cañadas y serranías de difícil acceso del otro México.

Tanguyú
La zona del Istmo de Tehuantepec, Oaxaca, particularmente su capital geográfica, Juchitán, registró los mayores estragos.
En los pueblos del Istmo es muy conocida la leyenda de Tanguyú, palabra que en zapoteco significa “muñeca de barro” pero que también se identifica como “la Diosa del amanecer”. Cada año las alfareras del barrio tehuano de Bixana elaboran las pequeñas piezas decoradas con colores vivos sobre fondo blanco para tenerlas listas el primer día de enero, aunque empiezan a hacerse populares desde las fiestas decembrinas.
Según la tradición oral zapoteca, un día de tiempos inmemoriales se apareció en Santo Domingo Tehuantepec la Diosa del Amanecer, pero desilusionada al ver el desorden causado por su efímera visita, decidió irse del pueblo.
Las niñas de la región del Istmo recibían de regalo una muñeca de Tanguyú no sólo para recordar a la deidad que abandonó al pueblo zapoteca, sino para invocar su regreso cada primero de enero. En tanto, las mujeres adultas suelen bailar el “Son de Tanguyú” durante las fiestas.
Confío en que se conserve la tradición, hoy que los istmeños de Oaxaca y Chiapas aguardan esperanzados un nuevo amanecer.